Un paseo por Medina Azahara, imperio de aromas y esencias

La primavera está por llegar. Asoman brotes por todas las ramas, el verde renace, vuelve el zumbar de los abejorros y el sol luce con más intensidad. Pero no olvidemos que hay un sentido más que se está desperezando: el olfato. ¡Que ya huele a Primavera! Y pensando en el sentido que más nos hace recordar y soñar, no puedo por más que contaros una bonita historia…   Medina Azahara, un cuento de las mil y una noches Una de las maravillas más espectaculares del califato de ‘Qurtuba’ (Córdoba) era ‘La ciudad brillante’. Lo que nosotros conocemos por Medina Azahara, en árabe andalusí sonaba así de musical: ‘Maditat al-Zahra’. En el 1010, fue incendiada y saqueada durante la guerra civil que derribó el legendario califato. Con el pasar de los siglos, la ciudad brillante se perdió, fue usada como cantera y, finalmente, se sumió en el olvido. No fue hasta el inicio Siglo XX que el arquitecto Ricardo Velázquez volvió hasta sus puertas, en 1911, y muchos años después, fruto de los extraordinarios descubrimientos arqueológicos, fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en el 2018. Esta maravilla fue fundada en el 936 y construida en 48 años. Todos los embajadores de los reinos cristianos de Europa y de los califatos del norte de África, sin excepción, al ser recibidos en la ciudad palatina, quedaban sobrecogidos y enormemente impresionados por la riqueza y el poder del califa Abderamán III. Al-Hakam, hijo de Abderamán y responsable de los trabajos de su edificación, influyó de manera capital en la construcción de los palacios, las salas de recepciones, los baños, las fuentes y también en sus lujosos jardines.

Fuente: Arte en Córdoba

  El palacio del Califa, una maravilla construida en terrazas En una primera terraza, en la zona alta de la ladera del Yabal al-Arus, (hoy Sierra de la Novia), estaba el palacio del Califa, aislado e imponente. En una segunda terraza, estaban construidos los edificios de gobierno y de recepciones y también las viviendas de los funcionarios de mayor rango. Aquí se encontraban los jardines públicos de la ciudad y la gran mezquita. En la tercera terraza se construyeron los edificios más sencillos para viviendas y otros servicios del resto de la corte, así como comercios y otras mezquitas.   Los jardines del Califa, el cielo en la tierra Cualquier huésped alojado en la ciudad, mientras esperaba ser recibido por el califa, solía pasear por sus jardines. Al hacerlo, entraba en contacto con el paraíso prometido a los fieles musulmanes. El diseño de estos vergeles seguía los patrones persas que tanto admiraron a Alejandro el grande. Los paseos, los parterres, las plantaciones de árboles y palmeras se disponían ordenados alrededor de un gran estanque de agua para convidar de este modo al reposo y la tranquilidad. El conjunto era una provocación continua a los sentidos y un placer de exquisito gusto y medida.   El sentido del olfato, el de los recuerdos, en un jardín prometido Para sorpresa de embajadores y enviados, el jardín también excitaba el sentido de su olfato como nunca lo habían sentido antes. A poco que se dejaran llevar por él, descubrían una racionalidad, una sucesión armónica de aromas y asociaciones de olores intencionados que influían en su ánimo y despertaban sensaciones nuevas. Esto era una demostración más del poder del califa, que había domesticado la naturaleza para despertar a todos los sentidos.   La cultura árabe, una cultura avanzada en su tiempo Los árabes tenían una gran cultura agronómica y botánica, conocían las propiedades aromáticas y las esencias de cedros, cipreses, pinos, manzanos, granados y almendros. Sabían diseñar espacios verdes a partir de los perfumes de jaras, iris, rosas, abrótanos, romeros, tomillos y espliegos. Buscaban los olores del jazmín, las prímulas y el mirto. Este último es famoso por llamarse también arrayan y dar nombre a un patio de la Alhambra, construcción que en la época d’Abderramán III era simplemente una alcazaba (fortaleza defensiva).     La arquitectura, a través de la vista, marcaba la ornamentación, orden y simetrías gracias a los arabescos, los estucos, las armaduras policromadas, los alicatados, los epígrafes y los empedrados. La disposición de las plantas arbustivas y herbáceas a modo de oasis en torno al agua podría parecer como una incoherencia a tanta perfección pero, muy al contrario, tras una apariencia caótica o naturalizada, su orden y colocación respondía a características y valores aromáticos. Se buscaba una sinfonía de olores y esencias destinados a penetrar de manera sutil pero implacable sobre el espíritu del visitante para calmarlo, relajarlo, mejorar su bienestar y orientar su disposición al acuerdo y al pacto.   La aromaterapia y su poder de curación y placer en la corte califal En el siglo X los agrónomos y físicos de la corte califal tenían ya en cuenta los valores de la aromaterapia como elementos de placer y también como tratamientos curativos complementarios a la medicina de aquel tiempo. Conocían el poder estimulante de la menta y de la marialuisa, la capacidad de relajación de músculos agarrotados o doloridos del aceite de romero, la solución a los dolores de cabeza que aportaban los aromas del espliego. Valoraban las propiedades sedantes de las amapolas. En Medina Azahara estaban los mejores físicos del mundo y con ellos los mejores jardines curativos. Las rosas podían diferenciarse entre las medicinales y las placenteras en función de sus aromas. Entre las primeras estaba la rosa mosqueta (Rosa rubiginosa) y el escaramujo (Rosa canina), destinadas a la recuperación del cansancio y el fortalecimiento y el bienestar de los enfermos. Entre las segundas, la rosa de Damasco (Rosa damascena), que se utilizada en aguas, aceites y esencias para baños y lociones. En la corte del califa se comercializaba a través de las largas rutas de oriente con la India para obtener y comprar el famoso y caro perfume de nardo, cuya planta crecía a las laderas del Himalaya. Los nenúfares, además de ornamentar estanques y albercas, también llenaban de fragancias estancias y espacios. Los árabes tenían muy claro el valor emocional y físico de los aromas. Finalmente, los árabes llevaban más allá el disfrute de los olores, ya que jugaban a través del tacto con plantas olorosas que, al fregarlas con las manos, disparaban al ambiente millones de partículas olorosas como las salvias, las melisas, los cilantros, las mejoranas, las nébedas y de un gran número de plantas hortícolas portadoras de aromas y atractivos olores como el apio y el hinojo.   Mil años después, seguimos la estela de la corte de Medina Azahara Actualmente, tenemos una rama de la ciencia que estudia los olores y sus efectos en las personas, la aromacología. Estudia la influencia en el cerebro de los estímulos olfativos. Esta ciencia ha constatado, por ejemplo, que el jazmín ayuda a la concentración y a elevar la emotividad y que las rosas disminuyen el ritmo cardiaco. Lo increíble es que hace más de mil años en la corte de Abderramán III esto ya se ponía en práctica y, mientras tanto, la Europa coetánea trataba de levantar cabeza y de recuperar los conocimientos perdidos de Roma y Grecia.     La cultura árabe del refinamiento de los aromas y las esencias gobernaban las ciudades más importantes del mundo conocido y disponía de un conocimiento y una ciencia que marcaría el paso durante otros 400 años más e influiría, de manera innegable y visible, en el diseño de nuestros jardines mediterráneos actuales.   Manel Vicente Espliguero Paisajista
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